Páginas

Elmetang

PRÓLOGO

Avender, ese lugar mítico y poderoso en el que conviven humanos totalmente diferentes entre sí, donde los líderes son incompetentes y necesitan capturar a otras personas para no matarse entre ellos. Donde la lucha entre cazados es el pan de cada día y el sustento de la sociedad. Donde ver morir a alguien es un privilegio, y los muertos no son más que mercancías para intercambiar. Para entenderlo, debéis saber que en este lugar reinan los Elmet, simples seres humanos de ojos violáceos que viven entre rosas, sin trabajar, moviéndose solo para ver morir a un pobre infeliz. Debajo de ellos se encuentran los Carvet, simples tratantes de esclavos que se encargan de entrenarlos para las luchas, y en lo más bajo, para la diversión de la clase alta, los Arbets o Colmillos, humanos degradados a máquinas de matar. Si la genética te ayudaba, ganabas siempre y eras un Adver, nacidos para matar y jamás ser matados. Y si eras un desgraciado que no podía con su propio cuerpo, eras un Fang, simple carnaza destinada a regar de sangre los estadios de lucha.

Pero para tener luchadores hay que buscarlos, y aquí entra el lado oscuro de Avender, El Mirlar, castillo situado en la muralla de la ciudad dominado por los Mirlos, cazadores sangrientos que disfrutaban con la matanza y cuya única función era sembrar el terror mientras recolectaban luchadores. Y su lugar de recolección era una pequeña ciudad libre a kilómetros de Avender, llamada Anexia, donde los luchadores nacían casi a diario. Y por desgracia o por virtud, aquí nace nuestro protagonista.
  


CAPÍTULO 1: ANEXIA 

El corazón de Anexia era su mercado. Lleno de colores, olores y sabores, transpiraba energía y alegría a todo el pueblo. Estaba plagado de puestos de comida, joyas, pergaminos y cualquier cosa que pudieras necesitar estaba allí. Pero también estaban los Mirlos. No eran reconocibles en el gentío, pero todos sabían que estaban ahí. Quizás uno de los vendedores renegados, o supuestos compradores, o incluso podrían estar bajo las mesas, escondidos. Había alboroto en el mercado, pero bajo este, se encontraba una fiera inquietud. En cualquier momento podía producirse una batalla, aparecerían Mirlos que intentarían llevarse a los ciudadanos anexios, los puestos acabarían volcados, las joyas pisoteadas en el suelo, y los dulces pasteles de fruta, reducidos a migajas rebozadas en arena. Era el tercer día de Escapada de la semana, y solo quedaban dos días para acabarla, Caza y Recolecta. Esta semana había sido peligrosamente tranquila, con apenas secuestros por parte de los avenderianos. Confiaban en que pronto estallase la calma y se desatase el caos. La ansiedad reinaba en el ambiente, densa como la mantequilla. Y entonces todo se quebró. Un joven que caía al suelo fue alzado en volandas e inmediatamente se le amordazó y esposó. La niña que iba a su lado salió huyendo entre gritos de pánico. Un Mirlo estaba suelto y el caos comenzaba. Ojos color naranja furioso, pelo largo y ondulado teñido en bicolor, rojo y blanco, ropajes negros con reflejos tornasol, con leves manchas de harina. Todo señalaba al que apenas un segundo antes había sido un tranquilo pastelero, como un hombre sangriento del que se debía huir.
Todo el mercado comenzó a moverse como un solo ser, escondiendo a bebés, niños y jóvenes, y moviendo a las embarazadas a esconderse. Sin embargo, no servía de nada. Los hombres y mujeres que trabajaban de Mirlos nacían con una modificación genética que les permitía perseguír la esencia de los niños aptos para ser Arbets. Y en Anexia había millares de ellos. Otro Mirlo fue localizado cuando una muchacha comenzó a sollozar mientras era esposada. Este era una mujer, con los ojos naranja característicos que les permitían detectar la esencia, ropa color sombra y pelo corto púrpura, un aro de oro resplandecía en su nariz. Su tapadera eran las joyas. 

Poco a poco el sonido de trifulcas y llantos inundó el mercado, mientras los cazadores eran desvelados uno a uno. En el centro del mercado se formó un redal de humanos desde los 20 a los 4 años, atados entre sí con cuerdas unidas a sus esposas. Mientras todos estaban ocupados en huir, una de las mujeres mirlo se escabulló y penetró en una de las casas. Conforme andaba iba quitándose el traje, revelando la redondez de su vientre. Estaba embarazada. Avanzó hasta el salón y llegó hasta la mujer de la casa, una matrona reconocida en el pueblo. La Mirlo recordaba ese hogar. Había robado niños de allí antes. La mujer no se fijó en sus ojos ni en sus ropajes, simplemente la hizo pasar a su sala de partos con premura, sellando cada puerta que atravesaban. Una vez dentro, la hizo recostarse, y comenzó el alumbramiento. Dos largas horas después, con los bebés en los brazos, los ojos de la Mirlo detectaron algo. Uno de sus hijos era apto para el Arbet. Presa del pánico, tendió el niño a la matrona, y se vistió con celeridad, apretando contra su pecho a su hija recién nacida. La matrona entendió sin necesidad de palabras. La cazadora no quería ese destino para su hijo, quería que fuera protegido. La mujer aceptó con una sonrisa cansada, y la chica, tras dejar una gran cantidad de dinero, se fue como había llegado: en la oscuridad.
----------------------------------------------------------------------------------------o-----------------------------------------------------------------------------------------------
Arryanne sonrió a su marido, que estaba orgulloso de su valía. La joven Mirlo había sido capaz de dar a luz en una cacería, lo que era signo de suerte y fertilidad. En la cuna de madera descansaba Beth, que por su aspecto, nunca llegaría a ser Mirlo. Sus ojos, sin color definido aún, no definían su estatus, ni había nacido con la modificación genética propia de los Mirlos, y a veces de algún  Carvet muy capacitado. Lo más probable es que Beth llegara a ser Elmet, como su padre. Para Arryane, hija de Mirlos, tener una hija Elmet era el mayor obsequio que podía esperar del destino. Su hija Elmet borraría la memoria de su hijo con capacidad Arbet, que había dejado a la matrona de Anexia. Esperaba no ver nunca a su hijo en el mercado de esclavos. O aún peor, bajo el mando de uno de los Carvet que Beth poseería si llegaba a ser Elmet. 

Una cosa tenía clara. Nunca volvería a ver a su hijo, al que en su cabeza, había nombrado como Eney. Eney Adam Satler. Sí, ese hubiese sido el nombre de su pequeño, ahora abandonado a una muerta casi segura. Arryanne cerró los ojos, culpable, y achuchó más a su hija. El destino estaba a punto de cambiar.

Beth creció feliz y mimada, sus refulgentes ojos violeta mostraban su futuro. Elmet. Sus padres estaban orgullosos de la decisión, aunque Arryanne no dejaba de estar confusa, pensando en su hijo abandonado, gemelo de Beth. Una Elmet y un Arbet, hijos de la misma madre, gemelos. Era verdaderamente extraño e inusual. La niña creció ajena a todo esto, rodeada de gente, dulces y juguetes, era muy introvertida y solía escaparse a la cálida biblioteca, rodeada del olor a cuero viejo y pergamino seco. No había nada que amase más que los libros y la pintura. Oh, la pintura. Beth dibujaba sin parar a su príncipe, un joven alto, de
CAPÍTULO 3: EL MIRLAR
Los capturados avanzaban hacia el castillo negro, encadenados unos a otros por la cintura y los pies, en una procesión quejumbrosa compuesta por más de la mitad de los niños y jóvenes de Anexia, entre ellos Saner y la chica que había salvado. El chico iba delante, vigilando por encima del hombro a la muchacha, con la que apenas había intercambiado un par de miradas en todo el viaje. Sabía lo que les esperaba en el castillo, y temía por la chica, ya que no la creía lo suficientemente dura como para soportar el ritmo del entrenamiento preliminar. Al igual que todo habitante de Anexia, había oído leyendas terroríficas sobre esto. No pudo evitar fruncir el ceño ante la idea de la chica siendo golpeada hasta la muerte en un combate. Llevó su mano hacía atrás, buscando la suya, y las unió con decisión. Por el rabillo del ojo vio una cálida sonrisa en la boca de la muchacha.
—¿Estás bien?—murmuró mirándole, a lo que ella contestó asintiendo—, seguramente pararemos pronto, no te preocupes.
La chica volvió a asentir y apretó la mano del muchacho, lo que logró reconfortarlos a ambos. Continuaron la marcha con las manos enlazadas, el chico pensando en la seguridad de la muchacha, y ella preguntándose qué se encontrarían en su camino.
Tras una hora más de caminata, el capataz decidió que era el momento de dejarles reposar, ya que en cuanto llegasen al castillo empezaría la selección y no les convenía que ninguno de ellos estuviese totalmente agotado. Sentados en el suelo, formando una hilera, los esclavos recibieron agua y algunos trozos de pan y queso. Saner dio casi toda su comida a la chica que, sonriendo, se los cedió a un niño de apenas 5 años que se sentaba a su lado, temblando.
    Él los necesita más —murmuró para excusarse con Saner—, pero lo aprecio  mucho, de verdad.
El capataz comenzó a gritar, levantando el campamento apenas media hora después de haber parado. Cuando Saner se puso en pie, notó la cálida mano de la muchacha rozando la suya y volvió a cogérsela, esta vez con más decisión, notando riachuelos de calor allí donde sus pieles se tocaban. Reanudaron de nuevo la marcha, con fuerzas renovadas, mientras el corazón de Saner iniciaba una alocada carrera que el propio muchacho no entendía, movido solo por la idea de proteger a la chica que solo con el toque de sus manos había conseguido acelerarle el pulso de esa forma. Una chica en la que no había pensado nunca antes de ese día, ni siquiera conocía su nombre, sin embargo, se había colado en su vida en tres simples movimientos. Y ahora se dirigían juntos al Mirlar, donde probablemente ella no aguantaría el entrenamiento y la perdería. Solo pensarlo dolió como si un cuchillo estuviese jugando con sus entrañas. No podía, no quería seguir sin ella. La chica era  ahora parte de su vida y era su deber protegerla.
—Saner, me haces daño —susurró la voz de ella, sacándole de sus pensamientos—. La mano… me la aprietas demasiado fuerte.
Turbado de nuevo, relajó su mano para permitir que la circulación volviese a la de la muchacha.
—Lo siento, esto… —se quedó en blanco. ¿Cómo se llamaba?— Um… ¿Tu nombre?
—Yselle —susurró ella, tan bajo que creyó haberlo imaginado.
—Lo siento, Yselle —le sonrió de lado, girando la cabeza para que ella lo viese.
—No hacías más daño que las cadenas, tranquilo —calló un momento antes de añadir —. Las odio.
Y verdaderamente había odio concentrado en su voz hacia esos pedazos de metal que los señalaban como mercancías. Acarició la mano de Yselle, notando leves cicatrices en su muñeca, y miró hacia abajo, para cerciorarse de que no era su imaginación. En la muñeca de la chica se observaban finas cicatrices en forma de cadenas. Se le heló la sangre al notar las marcas en su piel, y miró a Yselle fijamente, preocupado. Antes de que pudiese decir nada, la silueta del Mirlar apareció ante ellos, provocando la locura en el grupo. Algunos comenzaron a sollozar, mientras que los más mayores intentaron permanecer estoicos, la mayoría sin conseguirlo. Los jadeos y temblores se extendieron por todo el lugar, mientras los Mirlos que les vigilaban reían divertidos. Uno de ellos se acercó a un muchacho con una herida en el brazo y lamió la sangre, haciendo llorar aún más fuerte al niño. Saner notó a Yselle temblando detrás de él, y la acercó por la cintura, cuadrando los hombros e intentando relajarla, aunque interiormente tenía más miedo que ella. Notó los huesos de la muchacha presionando contra él, y de nuevo se preguntó cuánto había sufrido, ya que Anexia no era una ciudad pobre, es más, si no fuera por los constantes ataques, estaría en pleno auge tecnológico. Los niños de la ciudad no vivían en la pobreza, sino que los adultos se ocupaban de mimarlos y cuidarlos, luchando por conservar los últimos ápices de esperanza de la ciudad. Las marcas en la piel de la joven no concordaban con la vida de Anexia. La ciudad luchaba por sus niños, no los maltrataba. Una vez más, se preguntó qué había hecho Yselle para merecer esas marcas, mientras el odio hacia su ejecutor crecía lentamente en su interior. Una leve presión en sus dedos alejó esos pensamientos. Yselle apretaba su mano, señalándole un punto delante de ellos, en el castillo. Alzó la mirada hasta encontrar un destello rojizo en una ventana, y en medio de él una cara con los ojos naranja brillando con fuerza.
—Es él —susurró la muchacha—: el Mirlo Blanco…
—¿Estás segura?
El hombre de la ventana sonrió, y el chico pudo ver sus colmillos, más finos y cortantes que los del resto. Un escalofrío le recorrió.
—Sí. Aunque… Me pareció verlo hoy en Anexia…
—Estaba. Le vi con el tendero —comentó un muchacho, volviéndose—. No sé cómo ha llegado tan rápido.
—Dicen que algunos de ellos pueden… volar —susurró un niño pequeño detrás de ellos.
—Siguen siendo humanos. No pueden —contestó Yselle con firmeza—. Los humanos pueden hacer cosas horribles. No necesitamos asustarnos con falsos monstruos, porque ya los tenemos en nuestro día a día. El Mirlo blanco es humano. Sanguinario, como todos los Mirlos. Pero humano.
El puente del castillo bajó, silenciando la conversación del grupito, cuyos componentes notaron el tirón de las cadenas que los unía, obligándoles a avanzar. Algunos no pudieron evitar mirar hacia el foso, encontrando solo un hueco vacío, en cuyo fondo podía adivinarse un suelo de piedra oscura, plagado de huesos y cadáveres. Nada de agua, lava, ácido… nada. Solo un gran vacío que marcaba la diferencia entre la vida y la muerte en ese lugar. Las palabras de Yselle volvieron a la mente de Saner. No hacía falta crear falsos peligros, porque el verdadero estaba justo frente a ellos.
Entraron al castillo, mirando a su alrededor, registrando cada parte de este. La comitiva se detuvo en el salón central, en el que había  una mesa presidida por una sobria silla de madera tallada, con un hombre pelirrojo sentada en ella, disfrutando de una sencilla cena. El hombre sonrió enseñando sus colmillos afilados y, quitándose un guante, clavó sus garras en una pieza de fruta, comiéndola mientras se acercaba a ellos.
—Qué buena caza, Carquet. —comentó mirando al Mirlo más cercano. Caminó cerca de Saner, paralizando a todos con sus ojos naranja brillante. Mordió con fuerza la fruta, sin dejar de caminar.
Saner notó cómo Yselle apretaba su mano con fuerza, y correspondió al agarre, tratando de infundirle un valor que no tenía.
—Será divertido ver cuántos están vivos mañana, ¿No crees? —Miró de nuevo a Carquet, que asentía como un perro sediento de sangre.— Muchas mujeres en esta partida, muy bien… Puede que esta noche no duermas en el foso, Carquet.
La chica comenzó a temblar, bajando la mirada, esperando que el Mirlo Blanco no la mirase. Sin embargo, Schausen notó su miedo y se arrodillo frente a ella. Le alzó la barbilla con las garras, apenas pinchando su piel, pero lo suficiente como para hacerla sangrar.
—Mírame, tendrás que mirar a tus contrincantes para no acabar muerta en dos segundos. —La chica rehusó su mirada.— Oh, ¿No puedes mirarme? ¿Demasiado naranja para ti? Dije: mírame. —Clavó más sus garras hasta que Yselle le miró fijamente a los ojos, temblando.— Graba mi color en tu cerebro, piltrafa. Cuando estés durmiendo, quiero que veas dos faroles naranjas en tu mente, mirándote fijamente. Mañana estos ojos te estarán obligando a entrenar hasta que no tengas fuerzas ni para parpadear. Estos ojos te perseguirán vayas donde vayas, ¿Me oyes? Eres carnaza para los buitres de la ciudad, ¿me oyes? Y sus ojos no son naranja. Son buitres de ojos violeta. —Sacó sus garras manchadas de sangre del cuerpo de Yselle y miró a todos.— Los que sobreviváis a esta noche seréis pasto de las aves carroñeras que mandan sobre los Mirlos. Id borrando la palabra piedad de vuestro vocabulario, si es que tenéis. No os servirá de nada cuando estéis chapoteando en un baño de vuestra propia sangre. Y sed creativos cuando muráis. Estoy harto de cenar vísceras de incompetentes como vosotros.
Schausen salió del salón, dejando su cena en la mesa, y Saner no pudo evitar un estremecimiento al ver rojo en el plato del Mirlo. Empezaba a pensar que morir esa noche era su mejor opción.

pelo oscuro y largo, ojos gris azulado (Algo inaudito, ya que no era el color propio de ninguna de las clases sociales) y esbelto. La  niña amaba con todo su corazón a su príncipe, y soñaba con el día en que sus dibujos apareciesen en la realidad y la sacasen de su aburrida vida llena de institutrices y profesores particulares.

Mientras Beth soñaba con quimeras, su gemelo, perdido en Anexia, se había visto obligado a madurar a pasos agigantados. Con el cuerpo y el corazón endurecidos, ni siquiera poseía un nombre, ya que debido a las constantes incursiones de Mirlos, no era seguro que más de un tercio de los niños de la ciudad continuasen su vida en esta, por lo que los nombres se decidían a la edad de 13 años, cuando los niños empezaban a ser menos aptos para el entrenamiento de los Arbet. El chico seguía una cuenta de los días que quedaban hasta que tuviese nombre propio. Exactamente, 720 días, 4 horas y 20 minutos para poder poseer un nombre. Mientras alcanzaban la edad necesaria, los jóvenes adoptaban el apellido de sus padres o cuidadores. En el caso de nuestro chico, la matrona que se encargaba de él se llamaba Meiry Saner, así que de ahora en adelante, y hasta dentro de 720 días, nos referiremos a él como Saner.

Cada chico de Anexia tenía asignado un escondite para las redadas de los Mirlos. Cualquier recoveco servía. Saner tenía un lugar perfecto, el agujero de una pared hueca, tapado con una tela del color exacto de la pared, donde entraba perfectamente y no era notado. Además, desde su escondite, podía ver y oír todo perfectamente, así que estaba al tanto de lo que sucedía en la cacería. Saner pronto debería ceder su escondite a otro chico, y arriesgarse a la vida del mercado, sin protección y expuesto a los cazadores.


La verdad es que la vida era muy aburrida y monótona en Anexia, donde los días con más acción eran los de Escapada. Estos empezaban con el sonido de una sirena de simulacro, que llevaba a los niños a esconderse rápidamente, y el mercado se sumía en el caos más absoluto, cubierto de una pegajosa capa de falsa normalidad. Cualquiera podía ser un enemigo. Tenias que permanecer atento a que atacasen en el momento menos esperado, evitando mirar los escondites de los jóvenes, intentando sobrevivir un día más. Todos sabían que su existencia dependía de los chicos escondidos tras paredes, cajas y demás desperdicios.

Una existencia condenada a la desaparición. Como siempre, todo empezó después de días de calma. Podemos decir incluso que fue una emboscada. Al fin y al cabo, ni siquiera era jornada de Escapada. Era día de Recolecta. Anexia temblaba de emoción, prácticamente era  fiesta, ya que no habían tenido ataques. Los escondites empezaban a llenarse de polvo, mientras que las calles rebosaban de gente, y los niños correteaban por los caminos. Es recordado como la matanza más sangrienta producida en Anexia. Las calles se convirtieron en ríos de sangre, con cadáveres amontonados en las esquinas y niños atados y amordazados, unos sobre otros como simples reses.

El primer indicio de la matanza fue el golpe. Un puesto de empanadas volcó y un trozo cayó lentamente, hasta que una mano veloz atrapó el trozo, desgarrándolo y llevándose a la boca la mitad. El tendero chilló al ver garras en las manos del hombre, extensiones metálicas donde debería haber uñas. Todos habían oído hablar de él. Schausen, el Mirlo blanco. Era albino, y teñía su pelo del rojo más oscuro. Era temido, solo oír su nombre provocaba escalofríos en los aldeanos. Mataba hombres de un solo golpe con sus zarpas, la modificación más atrevida que había llevado nunca un cazador. Circulaba la historia de que había matado al anterior líder para llegar a dirigir el Mirlar.

--Gracias por la comida. —Gruñó con voz chirriante. El tendero se encontraba en el suelo, retrocediendo de espaldas. —Parece que tenéis mucha…alegría hoy…

--Solo es un…día de mer…mercado…--Tartamudeó el hombre, temiendo por su vida.

El Mirlo blanco sonrió mientras hacía chasquear las garras cerca de la cara del panadero, oliendo la putrefacción del olor a vida  mezclado con el delicioso aroma del miedo. Y debajo de todo, la sangre, rica, lista para ser derramada.

--Si es un día de mercado…. —Sonrió mortal. —Los dulces niños deben estar por aquí…disfrutando….sin esconderse.--Se levantó, haciendo crujir sus huesos.

--¡Sí! Justo eso. —El tendero suspiró cuando el monstruo se alejó de él. —Todos están fuera.

Schausen ladeó la cabeza, olfateando, como un perro siguiendo un rastro, los ojos cerrados y una mueca de pesadilla en el rostro. Después echó la cabeza hacia atrás y abrió la boca dejando salir un sonido gutural. Bandadas de pájaros alzaron el vuelo luchando por huir mientras los Mirlos comenzaban a aparecer en el mercado como si un mago hubiese empezado a sacarlos de su chistera. Su jefe lanzó una cuchillada con un simple movimiento de manos, destrozando el vientre de su informante.

--Gracias...por su información…--Susurró en su oído antes de que el hombre expirase, con las vísceras depositadas en el suelo.

Los cazadores se movían como partes de un mismo cuerpo cuyo corazón y cerebro eran uno solo. Uno de los Mirlos se arrodilló ante el primer muerto y comenzó a lamer con ansia la sangre del cuerpo, hasta que su jefe le apartó de una patada.

--La comida después, Carquet…--Le pateó de nuevo con una sonrisa cruel. —Y más te vale obedecer…o tú serás la comida.

El pateado se alejó de su amo con la cabeza gacha, recibiendo la amonestación. Su arrepentimiento apenas duró segundos antes de que desapareciese en un borrón, apareciendo sobre una cría asustada por la expresión de maravilla en la cara del chico. La primera captura.

Los sonidos guturales de los Mirlos se oían por todo el lugar, cada vez que mataban o capturaban a alguien. Saner observaba todo con una mueca, molesto en vez de asustado, mientras los críos se agolpaban tras él, ocultos con la ilusión de sobrevivir. La sangre teñía el suelo y el olor a muerte aromatizaba cada recoveco, los gestos de desesperación y temor estaban en todas las caras, como máscaras a juego. Todo anunciaba lo mismo. Todos sabían que estaban condenados.

Delante de Saner se materializó de pronto una chica asustada, piel crema, ojos de un brillante caramelo y pelo negro como la brea. El chico parpadeó conmocionado. No sabía quién era, solo que necesitaba ayuda. Se deslizó a un lado, dejándola pasar, y apenas la chica pasó un cuerpo impactó contra el joven, tirándolo al suelo. Notó un aliento en el cuello, acompañado de jadeos sorprendidos.

--Tengo uno…un Adver…no…un Fang…--La cara del cazador era de profunda confusión. Sabía que era un Arbet, pero sus capacidades estaban mezcladas y el chico no tenía ningún rasgo característico que le encasillase. Sin embargo, era apto para las luchas.

El joven se retorció, pateando, pero el Mirlo era mucho más fuerte y además estaba entrenado, así que solo sirvió para recibir una tanda de golpes por parte de este. Pronto estaba atado y con grilletes, y siendo arrastrado hacia la manada de capturas temblorosas. La chica que había protegido observaba desde las sombras, horrorizada y con las pupilas dilatadas por el miedo. Saner fijó los ojos en la mirada de la chica y silenciosamente le pidió que huyera. Ella asintió y comenzó a retroceder, pero no fue lo suficientemente rápida y un golpe en la nuca la hizo derrumbarse ante la mirada del chico. Pronto estaba con el resto de prisioneros, desmayada y atada. El chico la miró con aprensión y, cabizbajo, se sentó lo más cerca de ella que pudo y comenzó a acariciarle el pelo, con suavidad, mientras a su alrededor iban desapareciendo los puestos,  las personas morían o eran capturadas…Anexia era un mar de sangre del que solo unos pocos iban a salir. Aunque quizás les hubiese gustado pertenecer al charco y no a los desertores.

CAPÍTULO 2: BETH

Dejemos unos momentos a Saner y a su amiga, y vayamos a un lugar más tranquilo, por ejemplo, la casa de Beth, en Avender. La niña tenía 12 años, y su madre se había convertido en una sombra borrosa en su vida, apenas una silueta que aparecía cubierta de suciedad en la puerta de la casa, y que después la colmaba de pequeños regalos traídos de las redadas. Su padre, sin embargo, era algo constante en su vida, su fuente de mimos y enseñanzas, aprendiendo a ser una buena Elmet y a dirigir sus dominios, sin importar qué tuviera que sacrificar para someter a sus esclavos. La pequeña no lograba comprender la razón por la que tenían sirvientes, tampoco entendía que éstos no se rebelasen debido a los brutales tratos que recibían por parte de su padre. En su cabeza, se preguntaba cual era la razón de que ella fuese a dirigir y no a ser dirigida. ¿Acaso ella había hecho algo para estar en su posición? ¿Merecía alguien ser esclavo de una persona que no hacía nada?  
Por ejemplo, su criado favorito, un chico de su edad con los ojos azules y el pelo de color indefinido, era muy inteligente y la ayudaba en todo, sin embargo estaba obligado a servirles, cuando podría ocupar un sitio mejor, lejos de las patadas de su padre y del látigo del capataz. ¿Acaso el criado se merecía esos tratos? No hacía más que trabajar y era el que más golpes recibía. Mientras pensaba en él, el chico entró en la habitación.

—Ama, ¿No se ha vestido aún? El amo espera…. —Murmuró el muchacho. — ¿Necesita ayuda, joven ama?—Miró el pesado y feo vestido que reposaba sobre la cama de Beth e hizo una mueca.

—No te molestes. —Contestó la niña, perdida en el azul de los ojos del chico. Desabotonó su camisa con dedos torpes, mientras el muchacho desviaba la mirada, con algo de rubor en sus mejillas. — ¿Me acercas el vestido?

El criado cogió el traje y se lo acercó a su señora, que le dirigió una sonrisa llena de agradecimiento. Mientras ella se vestía, el niño se dio la vuelta, vergonzoso. La niña le imponía demasiado, y que fuese la única de la casa que lo trataba bien le hacía sentirse seguro cerca de ella, aunque no entendía la razón por la que su señora le trataba tan bien.

—Oye, no conozco tu nombre y dudo que te llames Estorbo…. —Murmuró la pequeña, arrancándole una sonrisa. — ¿Cómo te llamas?

—Mi señora. —Contestó el chico girándose con una linda sonrisa en los labios. —No tengo nombre, pero si os place, podéis ponerme uno vos.

    ¿No tienes nombre? —Beth ladeó la cabeza, confusa. –Pero… ¿Cómo no vas a tener nombre?

    Verá, mi señora…en Anexia, de donde vengo yo, los niños no reciben un nombre hasta que han pasado de los 13 años, ya que hasta esa edad están en peligro continuo de ser traídos a vuestra ciudad.

    Entonces…nunca has tenido nombre… ¿Y cómo os comunicabais? ¿Cómo llamaban tu atención?
    Verá, mi señora, los niños somos designados mediante apodos o por los apellidos de nuestros padres…A mi me decían Iacum.

    Iacum… ¿Era el apellido de tus padres? ¿Importa si te llamo Iago? —El chico, ahora Iago, sonrió.

    Podéis llamarme como os plazca, ama. Solo soy otra de vuestras pertenencias. —Miró la hora. —Deberíais apresuraros, el amo os espera.


Beth suspiró y se calzó rápidamente, antes de salir alborotó los cabellos de Iago mientras en su cabeza se repetía la conversación. Una pertenencia… ¿Cómo iba una persona a ser igual que un objeto? ¿Acaso era igual con todas las personas a las que daban una vida fuera de Anexia y las otras ciudades? ¿Todas pasaban a ser objetos? Esa idea le repugnó en sobremanera, ya que no conseguía ver a su amigo como un objeto, solo como una persona valiosa y leal. Se paró ante la puerta de cedro del despacho de su padre y llamó con timidez, preparándose para otra aburrida lección de maltrato con los criados. Su sorpresa fue mayúscula cuando, al entrar, vio a la criada personal de su padre recolocándose la ropa y a su padre abotonándose la camisa con celeridad. Les miró ladeando la cabeza, sin entender nada. La criada, totalmente ruborizada, salió del despacho tras murmurar una disculpa y hacer una reverencia. Su padre sonrió con suficiencia, y, levantándose de su sillón, la tomó por los hombros guiándola por la casa hasta llegar al sitio donde entrenaban los luchadores de la casa. Beth miró con curiosidad a su alrededor como cuatro mujeres y dos hombres se entrenaban sin descanso.

    ¿Ves aquella joven de allí? —Le susurró su padre señalando a una de las luchadoras. —Pues es nuestra guerrera más fuerte.

    Está llena de cicatrices… ¿Por qué está tan herida?

    Por los combates, cariño. Cuando veas tu primer combate lo entenderás. Lissette lleva años sin ser derrotada, desde que la compramos para nosotros.

Beth notó un escalofrío. Comprar. ¿Las personas podían comprarse? ¿Por qué Lissette no huía de ellos? Si era tan poderosa, debería ser capaz de escaparse, incluso de volver a su ciudad natal… Definitivamente cuando ella dirigiese sus propiedades, cambiaría todo. No soportaba ver a las personas que trabajaban para ella siendo infelices y maltratadas. Y menos a Iago…

Hablando de Iago, volvamos con él unos minutos. El criado se había quedado en el cuarto de su señora, tumbado tranquilamente en la cama, mientras pensaba en todo lo que había dejado atrás, en su pueblo, al escaparse, ya que Iago no era un niño robado, él había huido de Anexia para llegar a la ciudad vecina, con la intención de comenzar una vida mejor. Sin embargo, apenas había llegado a la ciudad, fue capturado por los tratantes de esclavos, y estuvo tres meses encerrado entre el resto de esclavos, viendo el sol solo en los mercados que se celebraban cada dos semanas. Con el tiempo se resignó a ser una mercancía y su única ambición era ser comprado por un amo y alejarse de aquella celda que compartía con el resto de esclavos. Realmente había pasado por una pesadilla, ya que el tratante de esclavos tenía la costumbre de dejar a los perros dormir entre ellos, por lo que muchas mañanas, al despertar, encontraban a uno muerto, el cuerpo destrozado por las fauces de las bestias. Iago tenía la sensación de que el esclavista hacía eso para asustarles hasta límites inesperados, hasta el punto de que la mayoría dormían con objetos punzantes o cortantes recogidos durante el día en los mercados o preparados por ellos.

Tenía clavado en su mente el día en que fue comprado. Estaba sentado con el resto, mirando pasar a los ciudadanos con sus esclavos, paseándoles como si fueran perros, cuando su capataz decidió que era el momento de exhibirle. Le hizo levantarse y luchar contra uno de los esclavos adultos, y en medio de la lucha, vio como un hombre se acercaba y señalaba a la chica que había huido a la vez que él. Sabía lo que significaba. Se la iban a llevar. Y él se quedaría allí. No podía permitirlo, por lo que se apartó del otro luchador y se acercó al comprador.

—Ella no vale tanto como yo —dijo con rudeza, sin importarle la mirada asesina que le dirigió el capataz­—. Si quiere llevársela, deberá comprarme a mí antes.
—Te he visto luchando, muchacho. No mereces ni siquiera que respire sobre ti  —resopló el hombre, mirándole con desdén.
Y entonces apareció Beth, la niña que desde ese día se convirtió en su salvadora y en el objeto de su adoración.
—Pero papá… —Murmuró la niña tirando de su manga—, necesito un juguete nuevo…
En ese momento le recorrió una oleada de odio hacia la pequeña consentida que lo veía como un objeto, pero más adelante logró entender la retorcida mente de esa enana.
—Cariño, para eso una chica es mejor…
El adulto la miraba consternado mientras sacaba el dinero.
—Dije que quiero al chico —gruñó la cria, mirando fijamente a su padre.
Y gracias a esa mirada de demonio consentido, Iago pasó a ser mercancía de los Satler. Se lo debía todo a esa niña, y por eso no había dudado en cuidarla, agradecido con ella. Podríamos decir que Beth había domado al chico, ya que este la defendía con fiereza, gruñendo a cualquiera que se acercase a ella. Los castigos no tardaron en llegar, pero no cambió su forma de ser, actuando solo para conseguir la felicidad de su salvadora. Aunque su espalda estuviese cosida a latigazos, necesitaba estar cerca de ella, como un perro fiel. No era más que eso, al fin y al cabo. Ninguno de los que estaban allí lo eran. Solo que él había tenido la suerte de que su ama era más considerada que los otros.
Sí, Iago era un perro con suerte, pero un animal al fin y al cabo. Y nunca sería capaz de ser humano. Una vez llevabas cadenas, estas se aferraban a ti con fuerza, marcando tu piel como si fueran tatuajes, dejando una huella permanente y duradera. Algunos de ellos ni siquiera sabían que era la libertad. Y probablemente morirían y serían enterrados con más esclavos. Ni siquiera sus huesos serían libres. Quien nace condenado nunca deja de estarlo, pensó Iago. Las cicatrices nunca se irían de su piel. Y ninguno de ellos olvidaría. Solo una chispa podría hacerlo estallar todo.
La venganza se mueve demasiado rápido.

CAPÍTULO 3: EL MIRLAR
Los capturados avanzaban hacia el castillo negro, encadenados unos a otros por la cintura y los pies, en una procesión quejumbrosa compuesta por más de la mitad de los niños y jóvenes de Anexia, entre ellos Saner y la chica que había salvado. El chico iba delante, vigilando por encima del hombro a la muchacha, con la que apenas había intercambiado un par de miradas en todo el viaje. Sabía lo que les esperaba en el castillo, y temía por la chica, ya que no la creía lo suficientemente dura como para soportar el ritmo del entrenamiento preliminar. Al igual que todo habitante de Anexia, había oído leyendas terroríficas sobre esto. No pudo evitar fruncir el ceño ante la idea de la chica siendo golpeada hasta la muerte en un combate. Llevó su mano hacía atrás, buscando la suya, y las unió con decisión. Por el rabillo del ojo vio una cálida sonrisa en la boca de la muchacha.
—¿Estás bien?—murmuró mirándole, a lo que ella contestó asintiendo—, seguramente pararemos pronto, no te preocupes.
La chica volvió a asentir y apretó la mano del muchacho, lo que logró reconfortarlos a ambos. Continuaron la marcha con las manos enlazadas, el chico pensando en la seguridad de la muchacha, y ella preguntándose qué se encontrarían en su camino.
Tras una hora más de caminata, el capataz decidió que era el momento de dejarles reposar, ya que en cuanto llegasen al castillo empezaría la selección y no les convenía que ninguno de ellos estuviese totalmente agotado. Sentados en el suelo, formando una hilera, los esclavos recibieron agua y algunos trozos de pan y queso. Saner dio casi toda su comida a la chica que, sonriendo, se los cedió a un niño de apenas 5 años que se sentaba a su lado, temblando.
    Él los necesita más —murmuró para excusarse con Saner—, pero lo aprecio  mucho, de verdad.
El capataz comenzó a gritar, levantando el campamento apenas media hora después de haber parado. Cuando Saner se puso en pie, notó la cálida mano de la muchacha rozando la suya y volvió a cogérsela, esta vez con más decisión, notando riachuelos de calor allí donde sus pieles se tocaban. Reanudaron de nuevo la marcha, con fuerzas renovadas, mientras el corazón de Saner iniciaba una alocada carrera que el propio muchacho no entendía, movido solo por la idea de proteger a la chica que solo con el toque de sus manos había conseguido acelerarle el pulso de esa forma. Una chica en la que no había pensado nunca antes de ese día, ni siquiera conocía su nombre, sin embargo, se había colado en su vida en tres simples movimientos. Y ahora se dirigían juntos al Mirlar, donde probablemente ella no aguantaría el entrenamiento y la perdería. Solo pensarlo dolió como si un cuchillo estuviese jugando con sus entrañas. No podía, no quería seguir sin ella. La chica era  ahora parte de su vida y era su deber protegerla.
—Saner, me haces daño —susurró la voz de ella, sacándole de sus pensamientos—. La mano… me la aprietas demasiado fuerte.
Turbado de nuevo, relajó su mano para permitir que la circulación volviese a la de la muchacha.
—Lo siento, esto… —se quedó en blanco. ¿Cómo se llamaba?— Um… ¿Tu nombre?
—Yselle —susurró ella, tan bajo que creyó haberlo imaginado.
—Lo siento, Yselle —le sonrió de lado, girando la cabeza para que ella lo viese.
—No hacías más daño que las cadenas, tranquilo —calló un momento antes de añadir —. Las odio.
Y verdaderamente había odio concentrado en su voz hacia esos pedazos de metal que los señalaban como mercancías. Acarició la mano de Yselle, notando leves cicatrices en su muñeca, y miró hacia abajo, para cerciorarse de que no era su imaginación. En la muñeca de la chica se observaban finas cicatrices en forma de cadenas. Se le heló la sangre al notar las marcas en su piel, y miró a Yselle fijamente, preocupado. Antes de que pudiese decir nada, la silueta del Mirlar apareció ante ellos, provocando la locura en el grupo. Algunos comenzaron a sollozar, mientras que los más mayores intentaron permanecer estoicos, la mayoría sin conseguirlo. Los jadeos y temblores se extendieron por todo el lugar, mientras los Mirlos que les vigilaban reían divertidos. Uno de ellos se acercó a un muchacho con una herida en el brazo y lamió la sangre, haciendo llorar aún más fuerte al niño. Saner notó a Yselle temblando detrás de él, y la acercó por la cintura, cuadrando los hombros e intentando relajarla, aunque interiormente tenía más miedo que ella. Notó los huesos de la muchacha presionando contra él, y de nuevo se preguntó cuánto había sufrido, ya que Anexia no era una ciudad pobre, es más, si no fuera por los constantes ataques, estaría en pleno auge tecnológico. Los niños de la ciudad no vivían en la pobreza, sino que los adultos se ocupaban de mimarlos y cuidarlos, luchando por conservar los últimos ápices de esperanza de la ciudad. Las marcas en la piel de la joven no concordaban con la vida de Anexia. La ciudad luchaba por sus niños, no los maltrataba. Una vez más, se preguntó qué había hecho Yselle para merecer esas marcas, mientras el odio hacia su ejecutor crecía lentamente en su interior. Una leve presión en sus dedos alejó esos pensamientos. Yselle apretaba su mano, señalándole un punto delante de ellos, en el castillo. Alzó la mirada hasta encontrar un destello rojizo en una ventana, y en medio de él una cara con los ojos naranja brillando con fuerza.
—Es él —susurró la muchacha—: el Mirlo Blanco…
—¿Estás segura?
El hombre de la ventana sonrió, y el chico pudo ver sus colmillos, más finos y cortantes que los del resto. Un escalofrío le recorrió.
—Sí. Aunque… Me pareció verlo hoy en Anexia…
—Estaba. Le vi con el tendero —comentó un muchacho, volviéndose—. No sé cómo ha llegado tan rápido.
—Dicen que algunos de ellos pueden… volar —susurró un niño pequeño detrás de ellos.
—Siguen siendo humanos. No pueden —contestó Yselle con firmeza—. Los humanos pueden hacer cosas horribles. No necesitamos asustarnos con falsos monstruos, porque ya los tenemos en nuestro día a día. El Mirlo blanco es humano. Sanguinario, como todos los Mirlos. Pero humano.
El puente del castillo bajó, silenciando la conversación del grupito, cuyos componentes notaron el tirón de las cadenas que los unía, obligándoles a avanzar. Algunos no pudieron evitar mirar hacia el foso, encontrando solo un hueco vacío, en cuyo fondo podía adivinarse un suelo de piedra oscura, plagado de huesos y cadáveres. Nada de agua, lava, ácido… nada. Solo un gran vacío que marcaba la diferencia entre la vida y la muerte en ese lugar. Las palabras de Yselle volvieron a la mente de Saner. No hacía falta crear falsos peligros, porque el verdadero estaba justo frente a ellos.
Entraron al castillo, mirando a su alrededor, registrando cada parte de este. La comitiva se detuvo en el salón central, en el que había  una mesa presidida por una sobria silla de madera tallada, con un hombre pelirrojo sentada en ella, disfrutando de una sencilla cena. El hombre sonrió enseñando sus colmillos afilados y, quitándose un guante, clavó sus garras en una pieza de fruta, comiéndola mientras se acercaba a ellos.
—Qué buena caza, Carquet. —comentó mirando al Mirlo más cercano. Caminó cerca de Saner, paralizando a todos con sus ojos naranja brillante. Mordió con fuerza la fruta, sin dejar de caminar.
Saner notó cómo Yselle apretaba su mano con fuerza, y correspondió al agarre, tratando de infundirle un valor que no tenía.
—Será divertido ver cuántos están vivos mañana, ¿No crees? —Miró de nuevo a Carquet, que asentía como un perro sediento de sangre.— Muchas mujeres en esta partida, muy bien… Puede que esta noche no duermas en el foso, Carquet.
La chica comenzó a temblar, bajando la mirada, esperando que el Mirlo Blanco no la mirase. Sin embargo, Schausen notó su miedo y se arrodillo frente a ella. Le alzó la barbilla con las garras, apenas pinchando su piel, pero lo suficiente como para hacerla sangrar.
—Mírame, tendrás que mirar a tus contrincantes para no acabar muerta en dos segundos. —La chica rehusó su mirada.— Oh, ¿No puedes mirarme? ¿Demasiado naranja para ti? Dije: mírame. —Clavó más sus garras hasta que Yselle le miró fijamente a los ojos, temblando.— Graba mi color en tu cerebro, piltrafa. Cuando estés durmiendo, quiero que veas dos faroles naranjas en tu mente, mirándote fijamente. Mañana estos ojos te estarán obligando a entrenar hasta que no tengas fuerzas ni para parpadear. Estos ojos te perseguirán vayas donde vayas, ¿Me oyes? Eres carnaza para los buitres de la ciudad, ¿me oyes? Y sus ojos no son naranja. Son buitres de ojos violeta. —Sacó sus garras manchadas de sangre del cuerpo de Yselle y miró a todos.— Los que sobreviváis a esta noche seréis pasto de las aves carroñeras que mandan sobre los Mirlos. Id borrando la palabra piedad de vuestro vocabulario, si es que tenéis. No os servirá de nada cuando estéis chapoteando en un baño de vuestra propia sangre. Y sed creativos cuando muráis. Estoy harto de cenar vísceras de incompetentes como vosotros.
Schausen salió del salón, dejando su cena en la mesa, y Saner no pudo evitar un estremecimiento al ver rojo en el plato del Mirlo. Empezaba a pensar que morir esa noche era su mejor opción.



No hay comentarios:

Publicar un comentario

Buscar este blog